PERO NO PODEMOS RECUPERAR LO QUE PERDIMOS, NI DESEAMOS RECLAMAR UN LUGAR POLÍTICO QUE NO NOS CORRESPONDE. DESEAMOS CONVERTIR NUESTRO CUERPO EN UN TERRITORIO COMPARTIDO EN EL CUAL CREAR ARRAIGO Y PERTENENCIA; UN TERRITORIO QUE CAMINE Y RESPIRE CON NOSOTRES Y QUE POSEA TODOS LOS COLORES DE NUESTRA PIEL.

EL LENGUAJE DE LAS FLORES

the language of flowers

Traducido por

I.

Llego, vengo riendo, yo [la] de rostro alegre:
cual flores se entretejen mis cantos y con ellas se despliegan.
Ajorca de Cantos Floridos, poema nahua.


Yo no hablo el lenguaje de las flores, pero hace algunos años, gracias a que mi primo M. hizo de intérprete, entrevisté a una Cosmos sulphurea. Yo, que a esta especie de flor la ubicaba como maleza invasora, aproveché para preguntarle si se trataba de una hierba. Ella me contestó indignada que no, que ella era una flor de abeja que se había sembrado solita. También me contó que no sabía su edad pues creía «apenas haber nacido». Aún me pregunto qué significa «apenas» para una flor.

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La entrevista fue un momento fugaz en Huaxcuaxcla, Guadalupe Victoria, Puebla, que me regaló M. quien entonces tenía nueve años. Yo había ido a filmar la última cosecha que realizaría mi familia como despedida a nuestro pequeño pedacito de tierra. Mi abuelo, el último campesino de nuestro linaje, había muerto y no había nadie más que quisiera continuar con su trabajo. Mientras filmaba esta última colecta de frijoles negros, M. se me acercaba a jugar con la cámara y a enseñarme a escuchar los susurros de lo pequeño. 

Ese momento me hizo recordar cómo unos meses antes, en temporada de lluvias, nuestra siembra se salvó de una granizada inclemente que acabó con el cultivo del terreno de al lado. En los días anteriores al gran chubasco, los límites del terreno se cubrieron con una especie de verja amarilla formada de flores. Mi mamá estaba convencida de que alguien había plantado esta valla especialmente, para proteger nuestro frijol. ¿Habría sido mi abuelo o alguien más? Nunca supimos quién fue, nunca se nos ocurrió preguntárselo a las flores.

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En este sitio de presencias y ausencias nació mi madre hace más de medio siglo. Aquí apoyaba en siembras, labradas y cosechas cada mañana antes de irse a la escuela, hasta que a los quince años, emigró a la Ciudad de México. Uno a uno, sus hermanos y hermanas se fueron lejos buscando un bienestar que, decían, ya no se podía obtener del campo. Yo en la Ciudad de México, sin embargo, tiempo atrás le prometí a mi abuelo que regresaría aquí para filmar su labor. Grabé la entrevista a la flor mientras intentaba cumplir mi promesa.

Volver a este lugar que mi familia no pudo seguir habitando no solo me ha permitido asir aquello que crece a ras de esta tierra, sino también a intuir la promesa de lo que hay debajo: las raíces campesinas y desindigenizadas que se obviaron en mi crianza en la Ciudad de México. Puedo contar con los dedos los nombres, imágenes e historias que poseo de les ancestres que preceden a la generación de mis abueles. 

Este desplazamiento no comenzó con la migración de mis padres, sino que como explican pensadores como Yásnaya Aguilar o Federico Navarrete, se inscribe en el proceso histórico de consolidación del estado-nación mexicano: un proyecto de blanqueamiento y homogeneización cultural, identitaria y lingüística bajo el ideal mestizo, hispanohablante y «moderno». Generación tras generación, en mi familia se fueron borrando los lazos con nuestras comunidades y relatos originarios. Las narrativas que me habitaron se fueron alejando de los caminos que transitaron mis antepasades.

Tal vez por eso, uno de los recuerdos más preciados que tengo es el de haber recibido una canastita rebosante de flores en una de las pocas veces que venimos a Huaxcuaxcla cuando era niña. Me la obsequió la bisabuelita Came, a quien aprendí a llamar «Abuelita Chiquita» no solo porque era muy menuda, sino porque su sonrisa y sus ojos brillaban como los de una niña. Ella recolectó cada una de estas flores de la huerta que cuidaba con esmero. Recuerdo los geranios, las flores de manto, las margaritas y las Cosmos sulphureas, o flores de otoño, que llegaban sin invitación a las huertas y campos en septiembre. 

Mi mamá dice que yo le recuerdo a la Abuelita Chiquita y eso me hace conjeturar constantemente sobre ella. Pero la vi tan escasas veces y hablamos tan poco, que hoy me aferro al recuerdo de sus flores para conocerla. La imagino, como a M., con el poder de la conversación floral, compartiendo con los capullos de su huerto sus anhelos y dolores. Ella tuvo una vida de sinsabores y arduo trabajo que siempre supo convertir en dulzura para quienes la rodeaban: dulces, historias, galletitas, comida, y especialmente, flores. Las flores que hoy habitan Huaxcuaxcla son las descendientes de aquellas con las que la Abuelita Chiquita tal vez conversaba. Si yo aprendiera a hablar con las flores, ¿acaso podrían contarme sobre ella? ¿acaso podrían cantarme sobre ella? 


II.

Sobre tu largo cabello
gimen las flores cortadas.
Unas llevan puñalitos,
otras fuego y otras agua. 
—Federico García Lorca, Rosita la Soltera.


Quisiera filmar a las flores de Huaxcuaxcla cantando sobre la Abuelita Chiquita, sobre mi mamá, sobre mi abuelo y mi abuela, sobre todes les ancestres que no puedo nombrar. Me pregunto cómo cantan las flores de este lugar en particular y comienzo a conjurar imágenes e ideas.

Me resulta sencillo imaginar flores antropomorfizadas que forman pequeñas bocas con sus pétalos: cada flor con una personalidad distinta y una voz diferente. Sin embargo, me entristece pensar en el desfile de tópicos humanos, rebosantes de prejuicios, que podría proyectarle con torpeza a las flores. En la versión de Disney de Alicia en el País de las Maravillas, por ejemplo, cuando las flores cantan se despliega en ellas un catálogo de arquetipos femeninos simplistas: la madre severa, la doncella blanca inalcanzable, las hermanas chismosas y escandalosas. Estos me recuerdan la vehemencia con la que mi amiga B. una vez me dijo que odiaba recibir flores de parte de pretendientes hombres. Pensaba que existía, entre las rosas de un ramo, el mensaje cifrado de lo que esperaban de ella: el que fuera bella y callada, como una flor que será expulsada del florero cuando su color se desgaste. 

Hemos impuesto significados y mensajes en las flores en distintas culturas y tiempos. En la Inglaterra Victoriana, por ejemplo, existió una obsesión con desarrollar códigos secretos que permitieran a amantes, enemigues, amigues y asociades comunicarse. Una mimosa podía ser una promesa de castidad; una rosa amarilla podía ser una declaración celosa; una amapola podía indicar pertenencia a una facción política. Actualmente, si buscamos en internet «significado de las flores», un sinfín de florerías en línea ostentan guías inequívocas sobre qué flor se debe comprar para cada ocasión y sentimiento. A mí estos diccionarios y códigos me parecen insuficientes, no solo porque se rigen bajo convenciones casi siempre eurocéntricas, sino porque despojan a las flores –ya cortadas– de toda posibilidad de réplica.  

Y es que las flores antes de ser cortadas son insumisas, como aboga el dramaturgo y poeta belga Maurice Maeterlinck en La inteligencia de las flores. A pesar de estar condicionadas a la inmovilidad por sus raíces, han desarrollado una serie de estrategias de supervivencia complejisimas para «escapar hacia arriba a la fatalidad de abajo, eludir, quebrantar la pesada y sombría ley, libertarse, romper la estrecha esfera, inventar o invocar alas, evadirse lo más lejos posible, vencer el espacio en que el destino la encierra, acercarse a otro reino, penetrar en un mundo moviente y animado». 1 Las flores, de maneras imperceptibles a nuestro ojo, desafían al destino.

Otro ejemplo de rebeldía en las flores lo despliega el genial cineasta georgiano Otar Iosseliani en Canción sobre una flor, 2 donde ellas mismas levantan la voz en una balada colectiva frente a la aplastante marcha de la modernidad industrial. Las flores de Iosseliani son capaces de resistir al asfalto, de resurgir por entre sus grietas en busca de la luz. Ellas permiten entrever un paisaje futuro en el que el reino vegetal reclama de vuelta el espacio recubierto de hierro y cemento, en un tiempo en el que ya no moran los humanos. No necesitan que alguien les dibuje una boca para cantar, tan solo de un poco de viento que les permita vibrar en todas direcciones para emitir un canto que no solo se escucha y se mira: huele.

Este lenguaje es el que intuía Hellen Keller, luminosa y apasionada pensadora y activista estadounidense, cuando afirmaba su convencimiento absoluto de que las flores hablan y que algún día las entenderemos. Keller, una persona con impedimentos de vista y escucha, se refería por supuesto no solo al despliegue floral de colores y formas, no solo a una vibración que podríamos imaginar como semejante a una voz, sino al abecedario de olores y texturas que ahora mismo solamente los abejorros, las abejas y las mariposas entienden. En Her socialist smile, película en la que el director John Gianvito explora el pensamiento e imaginación de Keller y en la que conocí su cariño por las flores, este cineasta se acerca a la naturaleza como queriendo tocarla con su cámara. Así era como Keller recibía los mensajes de las flores.

El sentido del tacto me hace pensar en otra estadounidense cuya obra me marcó profundamente desde la escuela de cine: la cineasta de vanguardia Marie Menken. Ella se permite tocar las cosas con su cámara, a la vez manifestando en sus imágenes cómo las cosas le tocan. Su aproximación al mundo reconoce la fragilidad y vitalidad de su propio cuerpo para desdoblar aquello que atraviesa su mirada con acercamientos corporales intuitivos, lúdicos, curiosos, danzarines. En su Glimpse of the Garden,3 un poema fílmico de cinco minutos, Menken encapsula y celebra el dinamismo y relieve de los sonidos, ritmos, colores, fragancias y texturas que halló en su paso breve por un jardín. Menken dialoga con las flores jugando, bailando, moviéndose sin emitir palabra, como si la única manera de entrar en sintonía con ellas fuera a través del cuerpo entero.

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III.

Los sangrantes ancestros de las flores
me han confiado su vida.
¿Has oído hablar de los sangrantes
ancestros de las flores?
—Forough Farrokhzad, Sólo el sonido permanece.


Mi hermane S. y yo estamos co-escribiendo una película juntes. A través de ella buscamos reimaginar el archivo de rostros, paisajes, historias y canciones que fueron desplazados de nuestros cuerpos al nacer y crecer en la Ciudad de México, en donde habitamos espacios patriarcales, racistas y clasistas de clase media. En nuestra infancia y adolescencia fuimos permeades por las narrativas hegemónicas que estos contextos transpiraban; las mejores de las veces estas no nos representaban, las peores nos lastimaron.

Resonamos con el pensamiento de Dorotea Gómez Grijalva, feminista maya k’iche, quien reconoce su territorio corporal como un lugar que no solo es biológico, sino político: con «historia, memoria y conocimientos, tanto ancestrales como propios de [su] historia personal». 4 S. y yo anhelamos recorrer nuestro cuerpo-territorio fílmicamente para sembrar en él las narrativas que fueron negadas en nosotres y en nuestres ancestres.

Pero no podemos recuperar lo que perdimos, ni deseamos reclamar un lugar político que no nos corresponde. Deseamos, –inspirades en la ficción especulativa y en las geografías utópicas– convertir nuestro cuerpo en un territorio compartido en el cual crear arraigo y pertenencia; un territorio que camine y respire con nosotres y que posea todos los colores de nuestra piel; un territorio en continua transformación y sin fronteras, conformado por las coordenadas imaginarias y reales que nos constituyen. 

Uno de estos lugares es Huaxcuaxcla. Ahí, cuando no hay quién labre la tierra, ni la deshierbe, el paisaje se llena de Cosmos sulphureas y de otras flores que son percibidas como invasoras. Su abundancia remite a la ausencia de todas las personas que hasta ahora habían cultivado ese pedacito de terreno. Con el viento de la mañana, estas flores se agitan y vibran con ritmos y cadencias secretas. Yo no hablo el lenguaje de las flores, pero las imagino como antenas que reciben e interpretan mensajes de quienes en apariencia ya no están. Las imagino a veces entregando mensajes y a veces cumpliendo mandas, como aquella vez que resguardaron el terreno contra la intemperie. En nuestra película, le dije a S., me gustaría que pudiéramos registrar los cantos de las flores de Huaxcuaxcla, tal vez en ellos podamos encontrar ecos de aquelles que supieron dialogar con ellas.

Cuando le conté este anhelo a S., elle me preguntó si me imaginaba cómo sonaban estas flores. Le contesté, intuitivamente, que me gustaría que fueran parecidas en timbre al de la Abuelita Chiquita. «¿Pero entonces crees que nuestras flores deban tener voces que percibamos como femeninas?», me preguntó S., para luego añadir. «Si es así, sería precioso pensar que nuestras flores tuvieran voces de mujeres trans. O mejor aún, que pudieran ser voces que fluctúan entre lo masculino y lo femenino, como de verdad lo hacen algunas flores». S., quien es una persona transmasculina no binaria, procedió a compartirme con pasión cómo recientemente había escuchado algunas ideas de Siobhan Guerrero,  brillante filósofa y bióloga trans mexicana, que le inspiraron profundamente. Siobhan se refiere a la existencia de flores protándricas (que primero funcionan como masculinas, para luego cambiar a femeninas) y flores protogínicas (que tienen el transcurso contrario), para desmontar los argumentos biologicistas que aluden a la existencia de personas trans como un hecho contra-natura. «Las flores también transicionan», me dijo S., sonriendo, «como seguramente muches de nuestres ancestres no pudieron hacerlo. ¿Te imaginas que algune de elles fuera quien nos cantara a través de una flor? ¿Podríamos cantarle algo nosotres también de vuelta?» Entonces S. ensambló una hermosa canción inventada construida con balbuceos, en la que intercalaba tonos graves y agudos sin distinción, opacando por un momento una posible lectura de su voz como masculina o femenina. A S. no le costó esfuerzo alguno crear esta canción, era como si las vibraciones exactas ya estuvieran esperando ansiosas por salir de sus cuerdas vocales.

Yo no hablo el lenguaje de las flores, pero quisiera pensar que existen memorias en mi cuerpo que con mis cinco sentidos puedo activar para, en el momento menos pensado, entrar en conversación con todas las flores de Huaxcuaxcla.

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Notas y referencias

  1. Maurice Maeterlinck, La Inteligencia de las Flores. Titivillus (editor digital), 1907, p. 6.
  2. Otar Iosseliani, Canción sobre una flor, 1959. Disponible aquí
  3. Marie Menken, Glimpse of the Garden, 1957. Disponible aquí
  4. Dorotea Gómez Grijalva, Mi Cuerpo Es un Territorio Político. Brecha Lésbica, 2012, p. 6.
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